Un Ángel en la Oscuridad
- Por Raúl García
- 31 ago 2020
- 2 Min. de lectura

Días antes de su repentina pero presentida muerte, sin saberlo, nos habíamos despedido con un profundo y prolongado abrazo que duró lo suficiente para constituirse en lo que seria: un premonitorio ritual de despedida.
Esa noche Vladimir llegó a mi apartamento alrededor de las once de la noche.
Quiso comer de inmediato, síntoma de sus interminables recorridos por los laberintos y los infiernos urbanos que exploraba. Para Vladimir la calle se había convertido en su razón de ser. El como ninguna otra persona que haya conocido, comprendía ese universo como un espacio abierto ilimitado y sin dueño en donde, despojado ya de toda ilusión de pertenencia, él recorría con libertad su esencia verdadera. Comimos y como siempre empezamos a hablar de lo que nos gustaba: de Todo, por donde nos llevara el sentimiento y la imaginación. Era un poeta de la palabra pero también del silencio. Comunicaba igual de profundo con el sonido o sin el.
Muchos dirán que era un drogadicto, y tal vez si, pero la droga para él era un instrumento de exploración, un acto consciente con el que se rendía a la comprensión de los universos paralelos y de los seres que los habitan. Y eso era lo que realidad lo diferenciaba de un drogadicto: la conciencia que tenia sobre lo que representaba para él. Aun en los momentos de mas densidad de los estados que la droga provocada en él, su conciencia era cristalina. La usaba como instrumento para explorar la oscuridad a través de su propia su oscuridad pero buscando siempre la Luz en medio de la oscuridad.
Y esa noche al terminar la conversación me dijo al respecto:
- Por fin encontré lo que tanto había buscado: La luz de la Oscuridad.
Le dije,- Lo lograste! Cuéntame de eso!
- Ahora no, voy a resolver un asunto, mañana paso y seguimos- Me respondió y se fue a recorrer su calle.
No sería la última vez que lo vi, pero si la última que hablamos largo y detallado.
Dos días después nos encontramos casualmente en la mañana en una esquina del barrio la Macarena y lo invité a comer algo. Hablamos por no más de tres minutos y seguí mi camino en compañía de mi hijo Sebastián que para ese entonces tenía tres años. Cuando partí lo observé por el retrovisor comiendo y con la otra mano despidiéndose de Sebastián que lo miraba deslumbrado desde el asiento trasero. Y esa si es la última imagen de su ser que guardo en mi memoria. Dos noches después murió en extrañas circunstancias que después relataré.
Así que Vladimir se fue sin revelarme su largamente anhelado secreto sobre la luz en la Oscuridad.
Con posterioridad a su muerte empezaron a aparecer, regados por los rincones que había recorrido, cientos de poemas escritos en cualquier papel que se le atravesara. Porque me arriesgo a decir que, en medio de la infinidad de ser que era, Vladimir fue un verdadero poeta. Hacia poesía con todo en su vida. Con cualquier atisbo de belleza y ternura que se le atravesara. Con la más leve expresión de sus profundos ojos. Con las palabras que cantaba, con las calles oscuras que recorría. Con el amor infinito que emanaba incondicional y generosamente.
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